miércoles, 17 de junio de 2015

Hugo, la tortuga.


La tortuga es conocida por muchas cosas: la antigüedad en la tierra, su longevidad, el enorme caparazón que le protege de cualquier depredador, la paciencia, o su tranquilidad. Pero es su movimiento rítmico hipnotizador el que tiene al gato Paul con un estado tensional alterado en todo momento.

Está decidido, atacará de un momento a otro; o tal vez no. Paul es impredecible. Sigue a su instinto más que a cualquier otra cosa, porque es un gato y, como felino, actúa en consecuencia. Ya olvidó a Desiré, y eso que sólo hace dos días que no se pasea junto a él, por las copas de los árboles, evitando a Carrie, el pastor alemán que no sabe morder, ni puede arañar, pero lo intenta.

Carrie se desolló las palmas de las patas delanteras de tanto rozarlas con el árbol preferido de Paul, pero desde que desapareció Desiré, el interés de Carrie por Paul se desvaneció. Ahora Carrie prefiere jugar con la tortuga, y como un felino, se cree esconder en unas hierbas altas, y pretende sorprenderla, pero el tamaño del pastor alemán desvela su posición; se le pueden ver hasta los pensamientos.

La tortuga se llama Hugo, pero no tiene ni amigos ni familia, por eso nadie lo sabe. Tampoco le importa que no sepan su nombre. Desde hace muchos años, para Hugo no existe otra cosa que subsistir y perseguir caracoles. Según Hugo, los caracoles son fantasmas que pueden moverse a gran velocidad, desaparecer si se lo proponen, y desprenden un aroma a plancton que no puede dejar de perseguir.



¡Raaash! Paul se abalanzó sobre Hugo, pero la tortuga se introdujo en su caverna inviolable, desapareciendo a ojos de todos. Paul no esperaba que ese extraño animal fuera tan poderoso. Su movimiento lento le hacía parecer torpe, embargo Paul perdió un par de uñas en el ataque, además de sentir un fuerte dolor en sus dedos.

En un visto y no visto, Paul ya estaba en el mismo lugar seguro desde donde inició el ataque. Le caían lágrimas de los ojos, muy abiertos y centrados en el escudo de la tortuga. No sabía diferenciar si lloraba por orgullo o por dolor, pero volvería a intentarlo, y antes de salir de allí habría ejecutado su venganza; le habría dado un zarpazo.



—Eres muy lenta... ¡Algún día te cogeré!— Rezongó Paul. La tortuga sacó un poco la cabeza para ver al gato. Las palabras sonaban tan lejanas que no parecía existir peligro.

—No eres tan rápido.— Contestó Hugo.

—¿Cómo te llamas?— Preguntó Paul.

—Da igual.

—Pues Daigual, en cuanto menos te lo esperes, te llevarás un zarpazo.

—Tampoco te queda aquí tanto tiempo.— Respondió Hugo.

—Pero aún estoy aquí. ¿No deberías temerme? ¿Aunque sólo fuera un poco?

—No eres el primer gato que intenta atraparme.

—¿Ninguno lo consiguió?

—¿Es que no ves los arañazos que tengo en el lomo?

—Pero eso es duro, no te duele...

—También es parte de mí... ¡me atacas! ¿No es suficiente para provocar dolor?

—¿Y qué esperas que haga? Estás ahí... y yo aquí. Somos lo que somos. Tú también me has hecho daño.

—¿Yo? ¿Y por qué?— Preguntó Hugo.



A Hugo no le sentó bien que le dijeran eso. Sólo comía plantas, nada que fuera o pudiera ser del reino animal. No creía capaz de hacer daño a nada, ni tan siquiera a los caracoles que perseguía. De hecho aún no alcanzó ninguno, pero el día que lo hiciera, tendría que improvisar, porque no se le ocurrió pensar en qué debía hacer con ellos. Tal vez hablar, como ahora.



—Me he abalanzado y tu caparazón me ha roto varias uñas y me ha lastimado las patas.

—Lo siento... Pero esas uñas me habría provocado aún mas dolor.

—Yo sólo quiero tocarte...

—¿De verdad? ¿No quieres arañarme?— Se extrañó Hugo.

—Bueno... si te soy sincero, prefiero arañarte,— Paul rió,— pero con tocarte me basta.



En realidad Paul pensaba algo muy distinto. Cuando tocaba a alguien, Paul mostraba su confianza, momentánea y fugaz, que desde la primera vez le creaba un vínculo. No pensaba arañarle; después de hablar con él, ni siquiera le apetecía. Hugo, experto en el lenguaje corporal de los gatos, observó sinceridad y salió del cascarón sin miedo de Paul.



—¿Cómo te llamas?— Dijo Hugo.

—Paul.— Respondió el gato.

—Encantado, Paul, mi nombre es Hugo. Te dejo que me toques sólo una vez, si prometes no volver a interrumpirme.— Paul bajó de la rama en la que estaba recostado sin aceptar. Se acercó sigiloso, y asustó a Hugo que fue introduciendo sus patas poco a poco.

—Tranquilo, Hugo. Por mucho que me apetezca, no te haré daño.— Dijo Paul sin dejar de acercarse, con una sonrisa en la boca.



La tortuga estiró cabeza y extremidades, y se dejó hacer por el gato, que aún no había decidido la parte  que tocaría. Se paseó por la cola, que con un movimiento altanero le provocó excitación. Fue por la parte derecha, saltando por encima de sus patas y llegó a la cabeza. Se cruzaron las miradas, y algo hizo a Paul temer lo peor cuando soltó un zarpazo en la cara de Hugo, desgarrándole a pocos centímetros de los ojos. Paul huyó hasta la rama de nuevo, maullando aterrorizado. No recordaba comportarse así, nunca, hipócrita, como un gato.

martes, 16 de junio de 2015

Puertas lógicas


AND, OR, OR, NAND, NOR y AND es igual a cero. Uno si NAND después de AND, y uno también si NOR antes de OR. Si lo compruebo, el resultado debe ser cinco voltios. Estoy seguro de que trabajando con esta lógica, escribo A con el meñique.


"A" cia una puerta lógica dirijo mis dígitos, sin ningún tipo de acicalamiento; sólo un golpeo de meñique y se sucede toda una secuencia que deriva en "A".



AND, OR, AND, AND, NOR y NAND es igual a cero. Según TTL, no debe existir diferencia de tensión entre los TP45 y TP1 del teclado. No me hace falta comprobarlo para ver el resultado. Indico M.



"M"´tico privilegio humano: tecnología. Manuales sin recursos literarios, poco útil pero práctico. Construyo mapas invisibles; imposibles de seguir ¡ni con GPS! Pero lógico, todo lógico, exacto, rápido; para escribir una simple "M".



Anular a la O. AND, OR, AND, NOR, NOR y AND. Sin tensión, o para ser más exactos, sin disparidad emocional entre los Test Point habilitados para la comprobación. Y como no excitan, no deberían ni existir, pero ahí están. Por eso anulo O.



N prvcan nada, es cm si un animal pretendiera crtejar cn sus excrements.



AND, OR, OR, NAND, OR y NAND. Todo como debía ser, como se ha pedido. Lógica TTL aplicada, no se cierra con un punto final, sino con "R".



Y ahí va, la R; sin amor...

AMR




miércoles, 10 de junio de 2015

Pollas submarinas


<<¡Ten cuidado con las pollas submarinas!>> le decía la abuela de Norberto a su nieto cuando iba a la playa con sus amigos. Norberto siempre salía muerto de la risa de la casa de sus abuelos. Siempre le daban para que se comprase algo; pero le daban tanto dinero que podía comprarse muchos algos. Su abuelo tenía un carácter aún más divertido que el de la abuela, aunque a su vez era más reservado. Siempre gruñía al oír esa expresión malsonante.
A Norberto en cambio, le encantaba esa expresión, y la hizo popular entre sus amigos, a quienes les divirtió un verano entero pronunciarla. A cualquier sitio donde fueran, respondían con la dichosa frase. <<Voy a orinar>> y alguno lo decía. <<¡Ten cuidado con las pollas submarinas!>> <<Me voy a particulares>> y otra vez lo mismo. Tanto la nombraron, que llegó por hacerse real el mito de que en las playas de su pueblo buceaban pollas en busca de presas jóvenes a las que atacar.

Al verano siguiente, a primeros de junio, una morena atacó a uno de los amigos de Norberto. En el ambulatorio donde le atendieron, dijeron que la mordedura parecía la típica de un murénido joven, mostrando el paciente los mismos síntomas derivados. Pero el adolescente afirmaba que vio una polla submarina acechándole antes de sentir un pinchazo en el tobillo. Esto no hizo más que sacar unas carcajadas a los sanitarios de guardia, que le trataron para una mordedura común de morena.
Lo sorprendente fue días más tarde, cuando otra joven, con una mordedura de morena, aseguraba haber visto una polla gigante acechándola durante un baño en aguas poco profundas, cuando sintió un horrible dolor en su nalga derecha, que mostraba la mordedura típica del pez que se había adueñado de las aguas del pueblo. Así pasó el ambulatorio, repleto de heridos, todo el mes de junio, hasta que cerraron la playa un día antes de julio.

El pueblo se quedó sin playa durante todo aquel verano. Expertos de toda la zona acudieron para investigar lo que había provocado la plaga de morenas que habitaban en las aguas tranquilas de esas playas, pero encontraron muy pocos ejemplares para la cantidad de víctimas que hubo en sólo un mes. Continuaron parte del invierno investigando, pero volvieron a abrir la playa del pueblo antes de la siguiente temporada.
A pesar de ello, nadie volvió a bañarse en sus playas. En sus aguas tranquilas había crecido un misterio. Aunque no hubo ni una víctima mortal, todos los que fueron sorprendidos durante el baño afirmaban lo mismo: una polla submarina les acechaba.

Avalancha (Final)


V




Yo fui a casa de Raquel (como de costumbre) y me largué de allí después de una intensa discusión en la que además de enfadarla, conseguí divertirme. Escuché el chirriar de ruedas y el golpe, y bajé a toda velocidad las escaleras. Me encontré a muchos testigos que habían quedado atrapados, casi trescientas personas, congregados en el stop esperando a que ocurriera la desgracia; y acabó ocurriendo. Aparté a los mirones hasta llegar al foco de la atención, donde los tres adolescentes rodeaban el cadáver de Julián. <<¡Dejadle aire!>> grité varias, pero nadie se apartaba.



—Si se va a recuperar...— Dijo Damián, impasible.

—Esta vez no, Damián, esta vez no...— Dije.



Julián no se movía, tirado en el suelo. Un enorme charco de sangre se había formado bajo el casco cuando llegó Néstor con la ambulancia. El auxiliar se bajó del vehículo y se acercó más rápido que de costumbre. Me encargué de avisar a la señorita Laura de que le dijera a Néstor de que, en este día, urgía su presencia. Sacó la camilla y le ayudé a colocarlo. Lo montamos por la parte trasera y se marcho a toda velocidad al hospital más cercano. Nunca salió de allí.





Cuando Héctor y Bruno llegaron, tomaron declaración a todos los presentes una vez más, y por radio recibieron el mensaje de que Julián murió minutos después de entrar en el hospital. Todos estaban extrañados a pesar de que aún actuaban con normalidad. No aceptaban la muerte de Julián como una realidad y contestaban a los policías como si se tratara del juego de cada día.

Pero algunas de las declaraciones variaron, y dieron pistas sobre el vehículo que provocó la muerte del joven. Susana aseguró que era un coche verde oscuro y estaba convencida de que conocía la marca y el modelo. Los adolescentes habían anotado la matrícula y se la dieron a los agentes. Horas más tarde se confirmó que el conductor era Alberto, el amigo de Julián, el que con su propio coche provocó el accidente.



Al día siguiente regresó la normalidad a sus vidas, retomadas en el mismo día donde llevaba tantos años estancada; pero Alberto era un asesino y Julián, su víctima. Durante años estuvo cogiendo el coche de su amigo para adelantarse en la tienda y comprar el hielo, demostrándole que no le había podido engañar con la excusa de la gasolina, hasta que Julían no olvidó la llave. Ese día cogió su coche y a toda velocidad salió a comprar hielo para comenzar la fiesta que Julián se perdería en su propia casa.

Carmen abortó, era algo que tenía muy decidido; quería tomar las riendas de su vida, porque era su vida. Los tres adolescentes habían madurado tanto en esos veinte años que fueron alumnos aventajados en todo lo que aprendieron. Gori se recuperó del estómago, y Susana nunca más volvió a ver a esa amiga; también atrapada desde que un día Susana le hiciera ver el accidente. Rosario volvió a confundirse con el teléfono toda su vida, y Nuria cargó con la cruz. A Rogelio le aburrían los programas nuevos de televisión y empezó a salir a la calle; pero siempre con sultán al lado. Laura dejó el trabajo de operadora y fue a buscar a Rogelio, cuya voz le atraía; lástima que se encontró con un hombre extremadamente feo y que pasaba los cincuenta. Néstor no volvió a arrastrar a nadie. Los policías hicieron el informe más completo que se vio en la historia de la comisaría, y no hubo dudas a la hora de sentenciar a Alberto; a pesar de que todos sabían que era un accidente. Sólo eso.

Avalancha (IV)


IV





Volvió a amanecer, y esta vez lo hice todo igual que el día anterior, incluso hice acopio de toda mi paciencia para no discutirle a Raquel, pero eso también la enojó y acabamos cortando. A la misma hora salí de su casa y bajé para encontrarme al grupo rodeando a Julián. Me acerqué y ya no fue ninguna sorpresa que yo estuviera allí; alguno se mofó de mí preguntándome por el asesino. Los adolescentes se acusaban entre ellos riéndose, pero yo me mantuve firme.


—No sé si deberíamos salir de aquí, el cadáver lo tenéis delante de vosotros.— Dije a los que estaban presentes esta vez. Habían caras nuevas, al menos veinte personas en total. Se habían avisado entre ellos de que yo decía que todo era un asesinato.



Quedaron callados tras pronunciarme. Estoy seguro de que ninguno se esperaba esa frase, ni siquiera creían que aún mantuviera la teoría de que había ocurrido un asesinato. Luego llegaron las primeras burlas, pero Rogelio, uno de los pocos que continuaban sin el juicio perdido, permaneció serio. Entonces, comprobando que tenía el apoyo de algunos más, cité a todos los atrapados al anochecer, y me fui a pasear, a meditar sobre el asunto.


Regresé a la hora prevista, y todos, incluidos los policías Bruno y Héctor, Néstor el auxiliar, y Julián, estaban en el stop esperando mi llegada. Me apoyé sobre la señal y ellos me rodearon. A pesar del paseo, no tenía el discurso preparado. Yo no sabía muy bien como decirlo, puesto que el mayor implicado, aquél que moriría al día siguiente, era la pieza clave para que todos continuaran con sus vidas.

Realmente era una decisión que no me correspondía a mí, ni tan siquiera estaba seguro de que fuera real, o que fuera a ocurrir. En una ocasión escribí algo parecido, sobre alguien atrapado en el tiempo, a quien un pequeño detalle le liberaba, pero que nunca llegaba a entender cual era. Yo fui capaz de desenmarañar los hilos en esta ocasión, o eso creía, porque en realidad no estaba seguro de que el plan funcionaría. Por eso tampoco estaba seguro de qué comentar en voz alta, y también por eso, al final, me retracté.



—Sólo voy a pedir una cosa. Necesito que me hagas un favor mañana antes de salir para el accidente...— Dije mirando a Julián, que se quedó tan asombrado como la primera vez.

—Para eso estamos aquí.— Contestó el chaval. —Dime...

—¿Alguna vez te has llevado las llaves de tu coche al accidente?

—No.

—Pues mañana, te las llevas contigo cuando salgas.— Él tenía la llave, era la clave de su propia muerte.



Y así lo hizo.

Avalancha (III)


III




Habían necesitado localizar a Julián en varias ocasiones para investigar, y sabían dónde encontrarlo, así que ya estaba avisado para que al recibir el alta, se pasara por el stop, como llamaban a la esquina del accidente. Cuando hice la afirmación en la que insinuaba saber algo que ellos no sabían, apareció Julián sin ningún rasguño. Los demás le contaron quien era yo, y él también se mostró curioso por el hombre misterioso que acababa de llegar a su día, ese que decía tener la teoría de que se había cometido un asesinato. Julián me llamó loco antes de saludarme y yo sonreí. <<¿Estás bien?>> Le dije después de sujetarle con mis manos el cuello, con dulzura inapropiada para un desconocido. Julián se sorprendió de mi gesto afectivo y afirmó levemente con la cabeza. <<¡Menudo susto me has dado, chaval!>>, le dije al joven con media sonrisa.



—¿Cómo un asesinato?— Me preguntó. —No ha muerto nadie.

—Ya, eso parece. Me han dicho que ibas a comprar hielo en la moto de un amigo.

—Sí, me dijo.— La conversación se volvió personal y la mayoría dejaron de atender al instante. Poco a poco el resto se fue apartando y despidiendo, hasta que quedamos solos. Pero antes hablamos mucho.



—¿Y cómo quedó la moto? De eso no me han dicho nada.

—Pfff... Alberto se cogió un mosqueo del carajo. Y eso que sólo fue un arañazo, pero es que estaba a estrenar.

—¿Y ahora qué hace?

—Después del accidente siempre sale a por hielo y lo trae para que mis amigos se emborrachen en mi propia casa. Menuda panda de hijos de puta.

—¿Ellos también están atrapados?

—Sí, sólo ellos. De hecho están desde el primer día, como los niños, Néstor o los estupas.

—Supongo que habrás probado a que otro vaya a por hielo o comprarlo antes.— El chico rió.

—Hemos probado tantas cosas...— Díjose cuando acabó de burlarse de mí.— Mira, cuando no voy yo, se cae el que va. Cuando compran hielo de camino a la fiesta, se derrite antes de llegar a la casa. Cuando no vamos, el día se repite igual... es imposible evitarlo.

—¿Cómo se repite?

—Yo acabo teniendo un golpe y acabo en el hospital, incluso pasando por el stop con una ambulancia que conduce Néstor. Pero nunca lo recuerdo, el golpe más leve suele ser con la moto, que me despierto por la tarde... ¡En los otros ni despierto!

—¿Y por qué siempre vas tú en la moto, si puede caerse otro?

—¿Porque está claro que el tiempo prefiere que el golpe me lo lleve yo? No se... por decir algo. Los demás no van a ir más...., sólo han probado una vez.

—Pues si que está jodido. ¿Y por qué fuiste la primera vez en la moto de tu amigo... Alberto?

—Porque era nueva, la quería probar, y mi coche estaba apenas sin gasoil, o eso le dije para que me la dejara. Accedió y... desde entonces. Yo no puedo decirte desde cuando. Laura dice que llevamos al menos veinte años atrapados.

—Pues vaya... ¿De qué color es tu coche?

—Gris oscuro, metalizado; ¿qué tiene que ver mi coche?

—Por saberlo, creo que te vi alguna vez por ahí.

—Ah... Pues hace más tiempo del que tú te crees.— Me dijo. Los dos nos reimos. En verdad parecía que había cumplido la veintena recientemente, pero su madurez era algo mayor que su apariencia. ¿Cómo le había enseñado tanto un mismo día? En cualquier caso me despedí de él como si fuera la última vez que lo fuera a ver.


Los demás se despidieron de mí y de Julián a cuentagotas, y cuando ibamos por la mitad de la charla, ya no había nadie más en el stop. Cada uno se fue de allí seguro de que mañana volverían a verse. Yo aún no tenía esa sensación, pero pronto la conocería.

Me desperté y empecé a conocerla, un deyavú constante que poco a poco me fue atrapando en su cinismo. Todo era como el día anterior, incluso sentía esa pelusilla de ir a ver a Raquel como la sentí el día de ayer, a pesar de que un poco más tarde también acabamos cortando.

Me hice tostadas con mermelada en esta ocasión, pero eso no hizo que nada variara. En cambio reconocí a Rogelio de camino a casa de Raquel, al que no vi el día anterior, sentado en el bordillo donde golpearia el chico. Me saludó y le dije que iba a mis obligaciones, él me sonrió cómplice; no le conté el final de la cita a ninguno de ellos. Por la calle todo ocurrió como debía ocurrir, y Raquel me recibió con el mismo saludo que el día de ayer. Sabía qué debía decirle, y qué no, y estaba seguro de que eso me serviría para estar con ella y que nuestro amor perdurara.

A pesar de todo, a la misma hora que el día anterior, yo estaba saliendo de su casa con un adiós para siempre que no pude evitar. Escuché un fuerte golpe después de un chirriar de ruedas al empezar a bajar las escaleras, y entonces pensé si volver a llamar otra vez a la puerta, a insistir en su timbre hasta que latiera en su propio...¡Bah! Lo hice. Desatendí al malherido Julián y volví a llamar a la puerta. Al otro lado, Raquel estaba con lágrimas en la cara. La abracé en cuanto abrió y absorví el líquido salado que manaba de sus ojos. Hicimos el amor durante casi todo el día, y el tiempo que no estuvimos follando lo pasamos hablando desnudos sobre el colchón. Cuando me fui de su casa, ya bastante anochecido, no quedaba nadie en el stop.



Acostado en mi cama, pensando en el día, me di cuenta de que Raquel, y muy a pesar de lo que disfrutabamos juntos, no era la mujer que necesitaba a mi lado, y yo no podía fingir ser el que ella necesitaba. Discutíamos por una razón muy sencilla: no es ella, ni yo soy él. Entonces supe que lo que realmente debía hacer al empezar a bajar las escaleras era acudir al stop, además de que ya había quedado "atrapado por el tiempo", como los habitantes de aquel día llamaban al suceso.

Avalancha (II)


II





Yo fui el tercero en llamar a emergencias, pero antes de que acabara la llamada colgué. Rogelio me avisó de que ya tenían una ambulancia en camino. Me aparté del grupo y presencié la escena en tercera persona, alejado. Me situé a unos metros del portal donde escuché los ruidos, pero en el exterior esta vez. Al cabo de un rato, Susana, que no se daba cuenta de que Gori hacía sus necesidades en el bordillo a escasos metros del joven malherido, me miró y gritó.



¡Eh! Tú eres nuevo.— Me señaló —¡Ese es nuevo!— Y todos me miraron.



Al cabo de unos segundos, el centro de atención de la escena era yo. A excepción de Rosario, que seguía intentando enlazar con emergencias, todos los testigos se me acercaron y empezaron a mirarme de arriba a abajo extrañados. Yo retrocedí hasta tocar con la espalda, los barrotes de la puerta que da acceso a las escaleras del piso de Raquel. Me asusté tanto de aquellas personas que actuaban de forma tan extraña ante un accidente, que pensé en llamar al telefonillo; pero Cesar, uno de los adolescentes, me preguntó.



—¿Quién eres?

—¿Cómo que quién soy? ¿Es que no lo veis?— Yo señalé horrorizado al joven que estaba besando el asfalto, sin moverse lo más mínimo.



Se oyeron las sirenas de la ambulancia que pronto llegaría al lugar. Nadie estaba atento a la escena mientras que yo los aparté a todos para acercarme a Julián. Tampoco lo toqué. De la ambulancia salió Néstor, que venía sin compañero porque en realidad acababa de coger la furgoneta y aún no estaba de servicio. Por la llamada de Rogelio, la atención parecía urgente, de vida o muerte, y por eso Laura le desviaba allí, a pesar de que el sanitario siempre avisaba de que iba solo en el vehículo. Igualmente le desviaban para asistir al menos unos primeros auxilios, pero era ese mismo vehículo el que trasladaba al hospital a Julián. Antes de que Néstor llegara hasta mí, uno de los adolescentes, no recuerdo cual, dijo:



—No sé por qué tanto miedo, el golpe siempre sorprende porque es espectacular, pero ya sabes que se va a recuperar...



Yo no miré al que dijo tan siniestra frase de los tres, porque el conductor de la ambulancia se bajó y andó hasta mí con tal parsimonia que me dejó perplejo.


—¡Buenas...! ¿Y este quién es?— Preguntó al grupo que ya estaba arremolinado detrás de mí.



—¿Cómo este? ¿No lo atiendes?— Dije horrorizado.

—¿Es nuevo, no?— Volvió a preguntar.

—¡Pero te est...

—¡Calla, niño!— Me dijo Doña Rosario, la mujer mayor que acababa de llegar con el teléfono en la mano. La voz de una operadora se oía al otro lado de la línea.

—Bueno... Me llevo a este.— Dijo Néstor mirando a Julián.



Yo me volví para mirar al grupo y Néstor agarró de las piernas al chaval y lo arrastró hasta la ambulancia.



—¿¡Pero qué haces, imbécil!?— Le dije al sanitario, mientras me acercaba para golpearle con el reverso de la mano en el hombro. Néstor se asustó y soltó las piernas de Julián a plomo contra el suelo.


—¡Estás loco!— Le dije. El resto de la gente permanecía impasible, como si la actitud del hombre fuera lo normal.


—¿Quieres llevarlo tú?

—No es mi trabajo.— Respondí. —¿Ni siquiera una camilla?



Una onomatopeya con la que despreciarme, y ya lo estaba arrastrando de nuevo hasta la ambulancia. <<¿No me van a ayudar?>>, dije al grupo. <<¿Para qué?>> respondieron la mayoría. Yo no entendía nada de lo que pasaba allí, pero por suerte, al oír otra sirena sentí seguridad. La ambulancia se marchó con Julián a la vez que llegó la patrulla de policías.


Bruno y Héctor, agentes de la autoridad, se bajaron del coche patrulla sorprendidos por mi presencia. Me miraron de arriba abajo y me preguntaron <<¿Quién es usted?>>. << Alegre Gato Paul>> respondí. <<¿Saben lo que ha pasado aquí?>>, pregunté alterado. ¡Y joder si lo sabían! Sabían de memoria lo que debían redactar en sus informes, pero mi presencia los alteraba.

Bruno se dirigió al grupo para hablar con ellos, mientras que Héctor se encargó de contarme todo lo que redacté en la primera parte sobre los primeros testigos allí presentes, pero con un pequeño matiz que volvía el caso monótono; tan monótono que día tras día, le sucedían las mismas cosas a su alrededor a aquellos que quedaban "atrapados por el tiempo", cual día de la marmota.



Héctor me preguntó por lo que ocurrió en mi vida en el día de ayer. Anotó todo lo que hice: mi carrera mañanera, mi relato inacabado, mi café con un libro, mi cita con Raquel; luego lo que había hecho hoy: me desperté tarde y vine a ver a Raquel, que vive en el portal de donde salí; justo enfrente de donde ocurrió el accidente. Tenía un millón de preguntas que los testigos parecían encantados de responder, pero lo que más aturdido me dejó fue lo que insinuó el policía. Cuando pregunté, me informaron de que habían muchos más testigos que estaban "atrapados", casi la friolera de cuatrocientas personas que repetían el mismo día una y otra vez. Ya habían centrado la investigación en este suceso, pero nadie había podido resolverlo hasta entonces.

El grupo pasó toda la tarde haciéndome las mismas preguntas que los policías, dando por cerrado el asunto de que ya había entrado en su juego, en su tiempo, en su día, y no volvería a salir. Ninguno de ellos conservaba la esperanza; la última en entrar fue Germán, que apareció poco antes que yo. Doña Rosario era quien mejor se lo tomaba, tal vez porque este error temporal le permitió gozar de una vida que ya se le acababa.



Todas las tardes, a esa misma hora, Doña Rosario discutía con su hija Nuria lo mal que le enseñaba a manejar el teléfono, que siempre que lo necesitaba no "furulaba". Susana ya se arreglaba para salir con una amiga con la que había quedado; hacía años que no se veían. Rogelio pasaría la tarde en el sofá viendo los mismos programas de televisión, disfrutando de una larga siesta y jugando con su perro sultán. Carmen descubriría esa misma noche que el padre de Iker le volvió a dejar embarazada, a pesar de que ya habían tomado la decisión de no volverse a ver. Guillermo, Cesar y Damián llevaban años haciendo lo que se les venía en gana, sin ninguna reprensión, tanto que se habían acostumbrado a pasar un día tranquilo de diálogo en el banco. Néstor continuaba con su turno, en el que fallecían dos personas, pero ya con compañero de fatigas también atrapado (sólo por curiosidad), y los dos juntos acababan borrachos en el bar del hospital cuando terminaban la jornada. Hasta los policías habían colaborado en la investigación que llevaban muchos días realizando sobre la posible explicación de lo que les ocurría, y contaron que cada día amanecían para empezar su turno por la mañana y este suceso era siempre el que cerraba la jornada. El tiempo les atrapaba y además, atrapaba a todos los que se acercaban a este accidente. Cerca de ser yo su salvación, como llegué a creer en algún momento de las narraciones, en realidad no fui más que otro aleccionado tan ignorante que no comprendería por qué pasaba lo que pasaba.



—Uno de ustedes ha cometido un asesinato.— Dije sin titubear, cuando la noche ya había caído por completo.

Avalancha (I)


I


Ningún testigo sabía quien fue el piloto del coche oscuro que se saltó el stop, a pesar de que la primera vez el accidente lo vio al menos una decena. Ni marca, ni matrícula. Julián conducía una moto de cuatro tiempos que su amigo Alberto le prestó para comprar hielos; habían organizado una reunión de amigos en casa de Julián en la que no faltaría el alcohol. Pero sí faltó Julián que, salió disparado tras esquivar al coche que se había saltado el stop, se golpeó la cabeza contra el bordillo; el joven llevaba un casco integral, eso pudo salvarle.

Carmen paseaba a Iker, su pequeño primogénito, cuando escuchó el agudo chirriar de un neumático frenando y, cuando miró, vio a Julián en el aire en el instante antes de caer. Carmen estaba en cinta, pero ella no lo sabía aún. Tapó los ojos a Iker, que giró su cabeza donde dirección al accidente que acababa de ocurrir. El ruido no fue tan fuerte como para atraer la atención de Iker, porque paseaba con Carmen de la mano por un jardín paralelo a una autopista y también a la calle donde se produjo el accidente, pero sí que se le quedó en la mente ese grito de auxilio del neumático abrasándose por culpa del asfalto.

Antes de que Carmen viera volar a Julián, desde la acera de enfrente ya gritaba César, un niño de quince años que estaba reunido con sus amigos en el mismo portal de su casa. Él alertó a Guillermo y Damián, y los tres adolescentes fueron los primeros en acudir hasta el joven que había quedado inmóvil en el suelo. Ninguno se atrevió a tocarle, puesto que todos sabían del peligro de quitarle el casco a un herido en accidente de tráfico. Damián se encargó de recordar la advertencia de seguridad vial y, cuando estaban lo suficientemente cerca, vieron unas gotas de sangre que caían del casco y empezaban a formar un charco en el suelo, ya nadie se atrevió a tocarlo aquella vez hasta que llegó la ambulancia.

Susana paseaba al perro por primera en el día, a pesar de que ya se acercaba la hora de comer. Gori olisqueó todos los árboles de la manzana y en los que no orinó, al menos dejó unas gotitas. A Susana le preocupaba de que ayer no hubiera hecho caca, y en eso pensaba durante el paseo tardío. Estaba a unos metros de los chicos que acudieron al lugar del accidente, a ese que ella no prestó atención y que aunque los vio correr, estaba más pendiente de su perro Gori, que intentaba escarbar en el pedreado de la esquina donde el joven golpeó. Susana no vio al coche oscuro, y tampoco vio al tumulto de gente que se arremolinó junto al motorista herido hasta que Gori no decidió curiosear aquella zona. Tenía una resaca que le había dejado los sentidos anestesiados.

Las bolsas del supermercado le pesaban a Doña Rosario, pero cuando vio una moto resbalando por la calle y a tres niños corriendo y pidiendo ayuda, relacionó conceptos y soltó las bolsas. Se llevó la mano al bolso que le colgaba del hombro, y buscó entre la cartera, las llaves, monedas, el monedero, sobres de azúcar y papeles, el móvil. Para cuando Doña Rosario marcó el cero, Susana ya se había acercado al herido, y otras dos personas más que ya hablaban con sus teléfonos, más otro que fotografiaba desde la acera de enfrente. Doña Rosario marcó el nueve rápido, cerca del cero, tanto que marcó también el ocho. Intentó borrarlo como le enseñó su hija Nuria, pero se hizo un lío y quiso bloquear el móvil y volverlo a desbloquear. Lo apagó y tardó en reiniciarse un buen rato. Cuando acabó de llamar a la policía, ya había llegado la ambulancia.

El primero en contactar con los servicios de emergencias fue Rogelio. Se alteró tanto con la telefonista que llegó a insultar sus capacidades laborales. Laura, la señorita que estaba al otro lado del teléfono, estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de personas, y aguardó recabando toda la información que podía. Ella alertó a la central de ambulancias y a las autoridades locales.

Néstor, el conductor de la ambulancia, estaba con el vehículo cerca de la zona; a punto de empezar con el servicio. No llegó a tardar más de cuatro minutos desde que lo avisaron. En el lugar, la ambulancia no llegó a permanecer más de quince minutos. Se fue sin que se hubiera presenciado ningún coche patrulla.



Así fue la primera vez.

domingo, 7 de junio de 2015

Ferrol huele a porro.


Algo despertó en la noche a la aldea calmada de Narón. No era ningún sonido provocado por arma militar lo que se oía, ese al que los habitantes ya estaban acostumbrados. No olía a Ría, ni había en el ambiente un aroma a estiércol. La temperatura era fría, embargo alta para ser diciembre. Por eso lo que despertó en la noche a la aldea calmada de Narón aún hoy sigue siendo un misterio.

Días antes se habían recogido algunas pruebas del ambiente debido a que varios medios de comunicación dieron la noticia de que la ciudad más próxima a la aldea, Ferrol, estaba inundada de un olor llamativo y peculiar; muy similar al que desprende la flor de la marihuana cuando está en todo su esplendor. Hasta una de las principales cadenas de televisión, laSexta, ofreció en su telediario un reportaje sobre las impresiones de los vecinos.
<< ¡Huele a porro!>> Decía en una entrevista una de las vecinas ferrolanas, alertada por la posibilidad de una mafia de la droga cercana a su domicilio. Pero el olor se podía disfrutar en cualquier parte de la ciudad, e incluso en momentos puntuales, hasta en Narón, Fene, la Graña o Mugardos se llegó a percibir la citada fragancia.

Por lo tanto, se sospecha de la posibilidad de que fuera ese mismo perfume el que llevó a levantarse de la cama, a todos y a cada uno de los que en esa noche intentaban conciliar el sueño o no, y salir a la calle sin coger ni una rebequita con la que arroparse del frío que ninguno pareció notar. No hubo sonido súbito que les levantaran, no fue un cañón, ni una explosión; no hubo redoble de tambores ni de campanas. Pero al amanecer del día siguiente, aparecieron en la ría los cuerpos de todos los habitantes de una ciudad muerta.
 
Ferrol huele a porro, y no es por culpa mía.

sábado, 6 de junio de 2015

Verdugo de fe


VII



El matarife
en la base de la pirámide,
ese soy yo:
el desaliento de los moribundos,
el castigo de los inocentes,
el pelotón de fusilamiento
al mando de una línea de disparo
es mi vocación.

La guerra es mi estilo de vida,
la muerte es mi alimento
y la carroña que alimenta mi alma
un día fue cuerpo de otra alma,
descarriada y somnolienta que atrapé
para ensañarme con su inconsciencia.

Mi nombre es Hirión,
y poseo el arma más poderosa de todas:
la voluntad de los hombres.


No hay virtud
que se me resista.
A la ética la siento
en el banco de los acusados
para interrogarle por su pasado,
sus orígenes,

y le hago dudar
de su existencia, de su veracidad;
confundo la moral que le mantiene con vida.

No existe ejército
que pueda conmigo;
la esperanza es el traidor que tengo infiltrado
en las líneas del enemigo:
es mi mejor aliada.


Mis primeros recuerdos datan de tiempos anteriores a la escritura; cuando el sol se ponía por el sur, la luna iluminaba durante el día y las estrellas se podían reflejar en el suelo. Nací en el núcleo de una tribu, humilde y escasa, cercana a otra aldea abundante y prodigiosa. A manos de un guerrero exterminé, no por hambre sino por avaricia, toda la población vecina. Me excité tanto tras la primera muerte (se me inyectaron los ojos en su sangre), que no pude parar hasta acabar con todo ser vivo que se oponía a mis designios.
Parecía que mi halo de vida desaparecía, pero sólo incubaba una fuerza mayor mientras mis víctimas se recargaban de energía. El siguiente ataque se produjo varios inviernos más tarde, cuando los alimentos empezaron a escasear. El apoyo de todos los hombres me devolvió la fuerza que desapareció tras el primer conflicto. La aldea más próxima fue el objetivo, pero esta vez no acabaron con todos; mi poder creció en aquellos que consiguieron escapar, y se transmitió por los que a su vez sobrevivieron.
No me amedrentó la religión, más bien se comportó como rescoldo sin apagar, como brasas que me calentaron durante las épocas de frío. Una organización no puede combatir una enfermedad individual; como la voluntad no puede moldearse con dinámicas de grupo. Porque yo habito en cada uno de vosotros, porque soy tú nada más con conocerme, con sentir mi presencia. El trabajo colectivo es para mí una vía más poderosa que la propia guerra.

Huir como felino asustado, como una cucaracha se espanta de la luz; y no tocar a los que queden eclipsados por mí. Porque yo soy Hirión, y ya no podéis matarme, pero podéis morir.


Anotación de autor: Extracto del poemario El amor y otras enfermedades.

El gato Paul

El gato Paul no sabe donde se ha metido. Dice comer melva con pimiento y tomate; no le suelen echar mucha cebolla, pero el poco que le cae la aparta con las pezuñas. También dice que le cepillan muy a menudo, demasiado para su gusto. No le dejan rascarse en cualquier lugar, al gato Paul lo tienen domesticado. Por eso aquí todo le parecerá distinto. Paul, el gato, no ha meado desde que llegó. Tiene arena en todos sitios y dice que busca la tierra; ¡pues chico...!

Carrie está celoso de Paul. Carrie es un perro. Un pastor alemán, para ser más exactos. Con un tercio de vida cumplido. Pero no sabe que es un semental capaz de devorar a un hombre, y se cree un gatito dulce y adorable, y se limpia como los gatos, sube a los árboles como los gatos, caga como los gatos, juega con bolas como los gatos, hasta huye como los gatos... ¡Madre mía, si es que se cree un jodido gato! A Carrie le gusta Desiré, una gatita arisca que tiene los ojos de un verde muy intenso, de pelo largo y un blanco perla manchado por un marrón claro en cola y patitas traseras.

Desiré se acercó a Paul cuando llegó, pero Paul la despachó con tanto encanto que Desiré no fue capaz de sacarle las uñas. Quien se las intentó sacar fue Carrie, que hizo huir con un ladrido a Paul hasta lo más alto del árbol. Carrie intentó perseguirle, pero se dio por satisfecho con la retirada del enemigo. Por desgracia para él, Desiré también se subió a la copa del limonero atemorizada por el ladrido, donde Carrie no alcanzaba a subirse. Desiré olió a Paul. Paul se apartó de ella.

—¿Estás en celo?— Preguntó Paul.

—No, ¿Por qué me preguntas eso?— Contestó Desiré.

—Me hueles raro...

—Sí... Yo diría que te quedan dos semanas aquí.

—¿Cómo aquí?

—¿Es que no sabes donde estás?— Paul no respondió. No entendía que era lo que estaba pasando. Desde que se despertó, ya no estaba en el salón de casa, estaba a la intemperie con un montón de desconocidos que le miraban inquisitivos la mayoría, otros condescendientes, e incluso alguna mirada lastimera entre los espectadores. —Estás en la perrera. A mí me quedan cinco días.— Dijo Desiré. Él gato Paul quedó pensando un rato y antes de dejarse caer sobre la rama de aquel árbol escuchó:
 
—¿Qué? ¿Pasas mis últimos cinco días conmigo?