jueves, 16 de julio de 2015

Marfil roto


A Hugo, la tortuga, le dejaban trozos de lechuga esparcidos por todo el recinto vallado que encerraba a los animales. También le dejaban, en lugares poco accesibles para un galápago, trozos de tomate que le incentivaban a ejercitarse. Paul se divertía viendo a Hugo intentar alcanzar la lujosa vianda que el cuidador escondía. El alegre gato Paul consideraba al cuidador un hombre arisco, apático, que apenas se relacionaba con los animales, más que para darles de comer y lanzar, muy de vez en cuando, un cubo de pelotas que recogía antes de marcharse.

Pero ese no era el juego de Paul, que disfrutaba agazapado viendo sufrir a Hugo, la tortuga, en busca de la recompensa. A Carrie, el pastor alemán que creía ser un gato, ágil y audaz, intrépido, escurridizo, sí le gustaba ir por las pelotas que el cuidador lanzaba. De todos los animales que estaban a su cargo, Carrie era el único que atendía al estúpido juego. Movía la cola en alto con tanta rapidez que espantaba al resto de perros que querían jugar. Sin embargo, Carrie si limitaba a seguir las pelotas de un sitio a otro, que saltaban con endiablada soltura, y como mucho, les daba golpes con las patas delanteras cuando ya estaban paradas.

A Hugo, la tortuga, también le atraían los movimientos rápidos de las esferas saltarinas, pero no le daba tiempo ni de seguirlas con la mirada, y hasta alguna vez se volteó de puro nervio, dejando la panza al descubierto. El cuidador giraba a Hugo siempre que estaba delante, pero en una ocasión en la que el cuidador no estaba, Paul vio como Carrie golpeaba en el lomo de la tortuga, devolviéndole a su estado original. Se trató de la primera vez que Paul, aburrido de mirar el lento caminar del galápago, le arrebató el trozo de tomate cuando estaba a punto de alcanzarlo.



¡Uhhh...!Uh, ¡aahh! Uy, ay, ¡eeehhhh!— Espetaba la tortuga.



Paul, que despreciaba el tomate por ácido, lo disfrutaba cuando se lo aliñaban con vinagre, aceite, sal y cebolla. Más aún cuando lo acompañaban de algún pescado. Pero el alegre gato Paul sabía que no encontraría nada de eso por allí. Quizá las espinas de algún pescado en los contenedores que había a unos kilómetros, pero poco más. Por eso su acción fue por pura diversión, y aunque Paul no llevaba allí el tiempo suficiente como para que el resto lo conociera, todos sabían cuales eran las intenciones del gato.



—¿Por qué lo haces?— Preguntó Carrie, que observaba a Paul en lo alto de una rama de un olivo, con el trozo de tomate en la boca. Justo después fue cuando golpeó a Hugo en el lomo, ayuda necesaria para colocarlo sobre sus patas.

—¿Qué cojones te pasa?— Gritó Hugo nada más ponerse en pie.— ¿Es que eres tonto o algo así? ¿Te gustaría que te quitaran la comida?— Empezó a vociferar la tortuga enrabietada. Paul nunca la había visto así, de hecho nunca la vio enfadada. Sus voces se mezclaron con la de los demás compañeros de residencia de Paul, que le gritaban enojados el gesto de desprecio que tuvo ante el más antiguo del lugar.

—¡Vale! Vale... Ya la devuelvo.— Dijo Paul, que dejó caer el trozo de tomate al suelo, cerca de donde se encontraba la tortuga.



Estuvieron un rato llamando la atención del felino, que se recostó en la rama pensando en las consecuencias que produjo su acto. Sólo buscaba divertirse, pero había encontrado una manera de despertar la vida del lugar. Creó un conflicto y adoptó el rol de tirano. Un cosquilleo recorrió su estómago cuando los gritos que le increpaban empezaron a cesar, y Paul alzó el cuello para mirarles con una sola ceja y decirles:<<¿Ya os habéis cansado?>>. Pero no se habían cansado; en realidad ni habían empezado a despreciarle.

Los reproches continuaron cada vez que Paul se cruzaba con algún residente, y destapaban una extraña sensación en el felino, muy distinta al cosquilleo que sintió sobre la rama, cuando se enorgullecía de tener el control sobre todos ellos. Por supuesto, este cosquilleo no era nada parecido a la sensación que gozaba con la simple compañía de Desiree, la gata descarada que le habló el primer día. Ya no estaba allí, y el único aliciente que le quedaba al alegre gato Paul eran las emociones que despertaban acciones como lamerse, dormir, estirarse, o la que descubrió al robarle la comida a Hugo.

Paul intentó de nuevo hurtar un trozo de tomate a Hugo cuando estaba a centímetro del fruto, pero no fue capaz debido a que dos gatos más (uno de ellos tuerto) se lo impidieron. Sintió el contacto de uno en el lomo, y el derrapar del otro, cuando estaba a punto de cogerlo. Paul abortó la misión con un salto medido hasta lo alto de la valla, donde sólo era capaz de llegar un gato joven como él. No sintió más que vergüenza, lo que le llevaría a intentarlo unas cuantas veces más. Para los animales, no existió más actividad que frenar a Paul en sus intentos, y empezaron a colaborar protegiendo a la tortuga, que parecía ser el centro de los ataques de Paul, el violento, como le llamaban a escondidas.



Era la enésima vez que Paul lo intentaba y, tras sus incontables envestidas, también fue la última. Carrie, agazapado tras una zanja, saltó sobre Paul, y atrapó con su mandíbula la pequeña cabeza del felino. Paul se zarandeó para librarse de la muerte, que le tenía agarrado del gaznate. Por más que se movía, no conseguía librarse del pastor alemán, y a pesar de que no sentía los dientes de Carrie desgarrándole la piel, a cada salto que daba, más se lastimaba. Acabó exhausto y magullado por el terreno; además de tener todos los músculos del cuerpo entumecidos por los movimientos, el cuello dolorido por la presión del perro, y el miedo producto de la tensión propia que sufrió el pobre Paul.



—¡Vamos, mátame! No tengo miedo.— Mintió Paul, que apenas podía moverse.

—¿Qué te qué?— Escuchó salir del interior de Carrie, que apenas podía hablar con tanto gato en la boca. El perro lo elevó, y enseñó el cuerpo del gato, inmóvil, que colgaba de su boca. Todos jalearon el gesto del pastor alemán, que lo acercó hasta un trozo de tierra húmeda, donde lo soltó con suavidad.

—No voy a matarte.— Le dijo. Paul no miraba a Carrie. Tal y como lo soltó, se deslizó para tumbarse en la arena húmeda, dándole la espalda a todos los que aplaudieron. Temblaba muerto de miedo, pero intentaba disimularlo concentrándose en una mota de polvo invisible para casi todo el reino. —¿Estás bien?— Continuó Carrie.

—¿Qué te importa?— Susurró Paul.



Carrie empezó a gruñir, a lo que el gato contestó con un salto, alejándose del ruido amenazador, y volviendo la cara mirar al perro; fue entonces cuando vio que no tenía dientes. Carrie continuó gruñendo un rato largo, mientras Paul se acercó lentamente, mirando la boca del perro, hasta colocarse tan cerca que podía notar la respiración de Carrie en sus bigotes. No había parado de temblar, y aún así Paul merodeó con los ojos bien abiertos la boca del pastor alemán, que carecía de todo trozo de marfil; no tenía ni un colmillo.

Cuando Carrie estuvo seguro de que Paul estaba lo suficientemente cerca, y de que ya había visto su punto débil, abrió la boca lo más que pudo, lanzando un aullido de agonía. Se lamió la base de los dientes, sangre cuajada inyectada, y antes de volver a gruñir, le dio un lametón en la cara a Paul, que le hizo sentir un cosquilleo parecido al que sentía con Desiree a su lado.

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