A Hugo, la tortuga, le
dejaban trozos de lechuga esparcidos por todo el recinto vallado que
encerraba a los animales. También le dejaban, en lugares poco
accesibles para un galápago, trozos de tomate que le incentivaban a
ejercitarse. Paul se divertía viendo a Hugo intentar alcanzar la
lujosa vianda que el cuidador escondía. El alegre gato Paul consideraba al cuidador
un hombre arisco, apático, que apenas se relacionaba con los
animales, más que para darles de comer y lanzar, muy de vez en
cuando, un cubo de pelotas que recogía antes de marcharse.
Pero ese no era el juego
de Paul, que disfrutaba agazapado viendo sufrir a Hugo, la tortuga,
en busca de la recompensa. A Carrie, el pastor alemán que creía ser
un gato, ágil y audaz, intrépido, escurridizo, sí le gustaba ir por
las pelotas que el cuidador lanzaba. De todos los animales que
estaban a su cargo, Carrie era el único que atendía al estúpido juego.
Movía la cola en alto con tanta rapidez que espantaba al resto de
perros que querían jugar. Sin embargo, Carrie si limitaba a seguir
las pelotas de un sitio a otro, que saltaban con endiablada soltura,
y como mucho, les daba golpes con las patas delanteras cuando ya
estaban paradas.
A Hugo, la tortuga, también le
atraían los movimientos rápidos de las esferas saltarinas, pero no le
daba tiempo ni de seguirlas con la mirada, y hasta alguna vez se
volteó de puro nervio, dejando la panza al descubierto. El cuidador
giraba a Hugo siempre que estaba delante, pero en una ocasión en la que el cuidador no estaba, Paul
vio como Carrie golpeaba en el lomo de la tortuga, devolviéndole a
su estado original. Se trató de la primera vez que Paul, aburrido de
mirar el lento caminar del galápago, le arrebató el trozo de tomate
cuando estaba a punto de alcanzarlo.
—¡Uhhh...!Uh,
¡aahh! Uy, ay, ¡eeehhhh!—
Espetaba la tortuga.
Paul,
que despreciaba el tomate por ácido, lo disfrutaba cuando se lo
aliñaban con vinagre, aceite, sal y cebolla. Más aún cuando lo
acompañaban de algún pescado. Pero el alegre gato Paul sabía que
no encontraría nada de eso por allí. Quizá las espinas de algún
pescado en los contenedores que había a unos kilómetros, pero poco
más. Por eso su acción fue por pura diversión, y aunque Paul no
llevaba allí el tiempo suficiente como para que el resto lo
conociera, todos sabían cuales eran las intenciones del gato.
—¿Por
qué lo haces?— Preguntó Carrie, que observaba a Paul en lo alto
de una rama de un olivo, con el trozo de tomate en la boca. Justo
después fue cuando golpeó a Hugo en el lomo, ayuda necesaria para colocarlo
sobre sus patas.
—¿Qué
cojones te pasa?— Gritó Hugo nada más ponerse en pie.— ¿Es que
eres tonto o algo así? ¿Te gustaría que te quitaran la comida?—
Empezó a vociferar la tortuga enrabietada. Paul nunca la había
visto así, de hecho nunca la vio enfadada. Sus voces se mezclaron
con la de los demás compañeros de residencia de Paul, que le
gritaban enojados el gesto de desprecio que tuvo ante el más antiguo
del lugar.
—¡Vale!
Vale... Ya la devuelvo.— Dijo Paul, que dejó caer el trozo de
tomate al suelo, cerca de donde se encontraba la tortuga.
Estuvieron
un rato llamando la atención del felino, que se recostó en la rama
pensando en las consecuencias que produjo su acto. Sólo buscaba
divertirse, pero había encontrado una manera de despertar la vida
del lugar. Creó un conflicto y adoptó el rol de tirano. Un
cosquilleo recorrió su estómago cuando los gritos que le increpaban
empezaron a cesar, y Paul alzó el cuello para mirarles con una sola
ceja y decirles:<<¿Ya os habéis cansado?>>. Pero no se
habían cansado; en realidad ni habían empezado a despreciarle.
Los
reproches continuaron cada vez que Paul se cruzaba con algún
residente, y destapaban una extraña sensación en el felino, muy
distinta al cosquilleo que sintió sobre la rama, cuando se
enorgullecía de tener el control sobre todos ellos. Por supuesto,
este cosquilleo no era nada parecido a la sensación que gozaba con
la simple compañía de Desiree, la gata descarada que le habló el
primer día. Ya no estaba allí, y el único aliciente que le quedaba
al alegre gato Paul eran las emociones que despertaban acciones como
lamerse, dormir, estirarse, o la que descubrió al robarle la comida
a Hugo.
Paul
intentó de nuevo hurtar un trozo de tomate a Hugo cuando estaba a
centímetro del fruto, pero no fue capaz debido a que dos gatos más
(uno de ellos tuerto) se lo impidieron. Sintió el contacto de uno en
el lomo, y el derrapar del otro, cuando estaba a punto de cogerlo.
Paul abortó la misión con un salto medido hasta lo alto de la
valla, donde sólo era capaz de llegar un gato joven como él. No
sintió más que vergüenza, lo que le llevaría a intentarlo unas
cuantas veces más. Para los animales, no existió más actividad que
frenar a Paul en sus intentos, y empezaron a colaborar protegiendo a
la tortuga, que parecía ser el centro de los ataques de Paul, el
violento, como le llamaban a escondidas.
Era
la enésima vez que Paul lo intentaba y, tras sus incontables
envestidas, también fue la última. Carrie, agazapado tras una zanja, saltó
sobre Paul, y atrapó con su mandíbula la pequeña cabeza del
felino. Paul se zarandeó para librarse de la muerte, que le tenía
agarrado del gaznate. Por más que se movía, no conseguía librarse
del pastor alemán, y a pesar de que no sentía los dientes de Carrie
desgarrándole la piel, a cada salto que daba, más se lastimaba.
Acabó exhausto y magullado por el terreno; además de tener todos
los músculos del cuerpo entumecidos por los movimientos, el cuello dolorido por la
presión del perro, y el miedo producto de la tensión propia que sufrió el pobre Paul.
—¡Vamos,
mátame! No tengo miedo.— Mintió Paul, que apenas podía moverse.
—¿Qué
te qué?— Escuchó salir del interior de Carrie, que apenas podía
hablar con tanto gato en la boca. El perro lo elevó, y enseñó el
cuerpo del gato, inmóvil, que colgaba de su boca. Todos jalearon el
gesto del pastor alemán, que lo acercó hasta un trozo de tierra
húmeda, donde lo soltó con suavidad.
—No
voy a matarte.— Le dijo. Paul no miraba a Carrie. Tal y como lo
soltó, se deslizó para tumbarse en la arena húmeda, dándole la
espalda a todos los que aplaudieron. Temblaba muerto de miedo, pero
intentaba disimularlo concentrándose en una mota de polvo invisible
para casi todo el reino. —¿Estás bien?— Continuó Carrie.
—¿Qué
te importa?— Susurró Paul.
Carrie
empezó a gruñir, a lo que el gato contestó con un salto,
alejándose del ruido amenazador, y volviendo la cara mirar al perro;
fue entonces cuando vio que no tenía dientes. Carrie continuó
gruñendo un rato largo, mientras Paul se acercó lentamente,
mirando la boca del perro, hasta colocarse tan cerca que podía notar la
respiración de Carrie en sus bigotes. No había parado de temblar,
y aún así Paul merodeó con los ojos bien abiertos la boca del pastor alemán, que carecía de todo trozo de marfil; no tenía ni un
colmillo.
Cuando
Carrie estuvo seguro de que Paul estaba lo suficientemente cerca, y
de que ya había visto su punto débil, abrió la boca lo más que
pudo, lanzando un aullido de agonía. Se lamió la base de los
dientes, sangre cuajada inyectada, y antes de volver a
gruñir, le dio un lametón en la cara a Paul, que le hizo sentir un
cosquilleo parecido al que sentía con Desiree a su lado.
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